Minería y sostenibilidad | EL ESPECTADOR

2022-11-14 14:56:02 By : Mr. Arvin Du

Cuando hacía biología de campo siempre me cruzaba con personas que indagaban por “las esmeraldas” o por “el oro” que indudablemente estaba buscando, oculta tras el disfraz conveniente de la colectora botánica o entomológica. Al fin y al cabo, la presencia de “foráneos” en las regiones de Colombia adonde nadie más iba, incluido el Estado, siempre se debía al saqueo. Y en el campo tod@s somos foráneo@s. También leí a Galeano y aprendí el significado de la palabra extractivismo, asociada con el colonialismo y el mito del Dorado, la más perniciosa aventura con la que una civilización acorraló a otras por siglos, derivada a su vez de minerías ancestrales, no menos sanguinarias, y leyendas que hicieron su camino por la Ruta de la Seda. La codicia, parte de la trágica condición humana, se cubre de joyas, a menudo sin importar la historia: la “fiebre del oro” sigue siendo real, acá y en Alaska, y conozco las dragas del Inírida, la locura de Naquén y Taraira en las distantes fronteras colombo-brasileras, y el desastre del Arco Minero venezolano, de proporciones cataclísmicas. También he caminado entre las lagunas salinas de Manaure y de Maras; el cráter de Cerrejón; las montañas horadadas de Puracé, Santurbán y el altiplano cundiboyacense; los mármoles de Río Claro y Villa de Leyva, y por toda clase de canteras, areneras y gravilleras. Por años he promovido y disfrutado la espeleología, visitando ríos subterráneos que conectan paisajes insospechados, a riesgo de disolverse con la extracción irresponsable de calizas. Conocí Río Quito; el barequeo; las historias de guerra en Muzo, Segovia y el Bajo Cauca; las canteras abandonadas y hoy florecidas con las que se construyó Estambul desde tiempos inmemoriales. He leído acerca de las masacres del coltán en el Congo y del jade en Myanmar. Y me quedo, para el ejemplo, con la imagen de un niño de 10 años empujando una carretilla con arena blanca en una “cantera” que picaba con su familia en la frontera entre Boyacá y Santander para venderla a una volqueta que cada semana pasaba y la compraba por nada para hacer vidrio en Zipaquirá. La esquizofrenia total, la pobreza extrema, los abusos inmemoriales hilvanados por el hilo de la miseria… La extracción de minerales siempre resuena a esclavitud e injusticia, insostenibles, insoportables.

La experiencia de la extracción ilegal de minerales me convenció hace mucho de la importancia de la minería como actividad legal y por eso, como ecóloga, les temo menos a las transformaciones del paisaje, a menudo asociadas con la actividad, que a sus eventuales efectos ambientales; considero que debemos y podemos prevenir, mitigar, compensar o remediar al máximo de nuestras capacidades esos efectos, pero sin perder de vista que los humanos necesitamos minerales y somos constructores de territorio, lo que implica ser capaces de manejar su transformación dentro de parámetros más funcionales que sólo estéticos e ideológicos. Y de frente lo digo, consciente de la existencia de actividades extractivas muy inadecuadas en Cesar, en Pisba, en Puerto Inírida, en Segovia, en Quibdó: la mayor parte de las resistencias a la minería legal provienen de la combinación de i) evidencias de accidentes o malas prácticas, innegables pero frecuentemente mal referenciados o distorsionados; ii) la construcción de imaginarios y narrativas simplistas acerca de la estabilidad y funcionalidad de los ecosistemas y la cultura, expresados en el uso intencional y medido de imágenes o testimonios de comunidades en aprietos; iii) requerimientos técnicos imposibles de aplicar para afrontar la incertidumbre, todo ello cosido por la convicción de que no hay espacio legítimo o conveniente para que operen las empresas y el capital privado.